Juguemos a saltar baldosas



Calle Ciudad de Guayaquil, once de la mañana del primer día de enero, y a lo lejos se ve una imagen borrosa. Una figura femenina se desdibuja sola, contoneándose sin sentido, frotándose los ojos azules del cansancio, rascándose el pelo sucio de tomate y sal, jugando a veces con su bufanda, demasiado gruesa para ésa época del año... Se para, da dos pasos más, se vuelve a parar, y salta un poquito, como sin ganas, o quizá sin fuerzas.

Nadie lo sabe, pero ella está jugando a saltar las baldosas de dos en dos. Ya lo decía de niña, sinó me quemaré las suelas de mis zapatos.

La felicidad

Y sinó, cómo le llamas a éso? Ése impulso locuelo que hace saltar a mi padre sobre el parquet, jugando a pisar sólo los nudos de la madera en una especie de baile de San Vito...

Los hoyuelos sexys

La lechona se cocina en el horno, y a lo lejos, cuando miro por la ventana, puedo ver el mar, algunos pájaros en el cielo, y las copas de los árboles que se imponen majestuosos, queriendo que su verde sea más verde que azul el azul del mar.

Toda la casa huele a rico, y mi gata olisquea, y hace así y así con la nariz, que a mí me encanta porque me parece muy gracioso, luego pone las patitas sobre la ventana del horno y me mira, y me dice "mau" flojito, en forma de pregunta. Y qué tengo que contestarle?

Ahora mismo, le contestaría que tengo muchísima hambre, que el olor se
me mete por la nariz hasta las entrañas y se queda ahí un rato jugueteando, torturándome mientras espero. Que soy feliz, muy feliz, que la vida no siempre nos sonríe enseñando los dientes, pero a veces te enseña los hoyuelos, y a mí siempre me han parecido tan sexys...

Más Carlota

Carlota sabe atarse los zapatos desde hace muy poco, teniendo en cuenta el tiempo que lleva en éste mundo. Después de exactamente 21 años y 21 días, aprendió a atarse los zapatos harta de llevar siempre zapatillas con velcro, de ésas baratas que siempre le compraba su madre en cualquier mercadillo de barrio. Y es que a Carlota le gustan los zapatos con cordones, especialmente las náuticas. Le hacen sentirse más Carlota.

Carlota lleva el pelo corto, y le gusta pasarse los dedos desde la frente hasta la nuca tantas veces al día como se acuerde, siempre que no le dé vergüenza porque piense que alguien la está observando y podría juzgarla de demasiado presumida. No quiere ser presumida, porque no quiere ser femenina, y los considera sinónimos.

Carlota se queda sentada sobre los tres escalones de la casa de su madre, que dan directamente a la calle, que la han visto caer, que han protagonizado todas sus cicatrices de rodillas para abajo, y también una en la frente cerca de la ceja izquierda, que la han visto llegar sola, y también acompañada, que la han visto llegar trotando alegremente, otras veces triste y ya subiendo dejando alguna lagrimilla rebelde escapar, y que han sido mudos testigos de sus primeras eses y sus primeros besos. Se queda sentada, y admira su obra de arte, sus nuevas náuticas color beige oscuro con sus cordoncitos perfectamente atados, formando un lazo largo a los lados, corto en los extremos para no pisárselos.

Carlota piensa que tiene una vida demasiado pequeñita para estar malgastándola en los escalones de su casa de toda la vida, donde su madre ya ni siquiera vive.

Las cenizas de Carolina

Cuando por fin los bomberos pudieron echar abajo la puerta, aquél portón gastado y demasiado pesado para la época en la que se llevaban las puertas finitas hechas de contrachapado, prácticamente no había nada que salvar. Buscaron heridos, posibles víctimas. Nadie. Tan sólo restos, hechos ceniza. Con cuidado de no tocar nada, pues el fuego se había extinguido por sí sólo, y tocar algo era correr el peligro de que se deshiciera al instante, salieron tal y como habían entrado. Haciendo mucho ruido, y dejando desolación a sus espaldas.

Las paredes, testigos de lo que había sucedido en aquella cocina antigua y descascarada, ennegrecidas por el humo, amarillentas en los lugares que se habían salvado del fuego pero no del tiempo, jamás le contarían a Carolina qué pasó cuando salió por la puerta de su casa sin llaves, porque en aquél momento ella ya estaba muy lejos de allí. Probablemente rumbo a ninguna parte.

Fuego!

Y el tomate borbotea en el fuego, en aquella olla color beige difuminando en marrón, con las asas de baquelita, y sus burbujas rojas y redondas explotan y siguen salpicando la pared, cada vez en una parte distinta. Y el olor del tomate ardiendo se mezcla con el de la baquelita que se está quemando, ése olor que todos hemos notado alguna vez cuando el asa pasa demasiado tiempo cerca de la llama porque ésta está demasiado alta. Y si hubiera alguien en ése mismo instante que pudiera dar media vuelta al regulador del fogón, y apagarlo, todo sería muy fácil de evitar...

Echo de menos tu risa...

- Echo de menos tu risa. Echo de menos escucharla, desde lejos, y reírme contigo.
- Y yo reírme contigo. Piensa, ya va quedando menos. Cada día es uno menos.
- O más. Depende de si el vaso está medio vacío o medio lleno, es un día menos para volver a verte, o un día más sin verte.
- El eterno pesimista. Es una de ésas pequeñas cosas por las que te quiero.
- Me quieres con locura. Igual que yo a tí. Sin locura nuestro mundo está perdido.

- No. Nuestro mundo está perdido sin tí y sin mí.


Pasta italiana

Se había pasado toda la mañana amasando, pasando ingredientes entre sus dedos y dejando restos entre sus uñas y en los arañazos de las manos, que después de un rato se secaban y caían duros por cualquier parte, y no parecía que la pasta italiana receta de sus ancestros fuera a quitarle todo aquello que llevaba en la cabeza dando vueltas como en la lavadora. En la olla burbujeaba la salsa de tomate, y salpicaba la pared una vez blanca, y ahora amarillenta, y todo en lo que ella podía pensar era: Cómo me he dejado de salpicar de mierda de ésta manera, cómo... 


Así que, ya harta, cogió su bufanda, ésa que era verde con las puntas naranjas, y a pesar de que estábamos a 31 de diciembre en Montevideo, salió con ella a la calle, dejándose dentro las llaves y la comida en el fuego.

Erase una vez

Érase una vez, una niña a quien le encantaba hacer pollo a la miel, y hacía las mejores galletas con trocitos de chocolate del mundo entero. Siempre llevaba algún ingrediente en el pelo, una viruta de chocolate, un pegote de huevo y harina, una pepita de limón... Se llamaba Carolina, le gustaba llevar bufanda incluso si no era invierno y saltaba las baldosas de dos en dos para no quemarse las suelas de los zapatos.    

Hoy he dormido la siesta con mi gata

Me tumbo en la cama, teniendo cuidado de no poner las piernas donde está ella enroscadita. Pero como siempre, no puedo evitarlo, en cuanto me pongo demasiado cómoda empiezo a estirarme como si fuera la primera vez en mi vida, como si mis músculos no tuvieran fin, y la gata se despierta. Me mira, serena, y bosteza sacando la lengua. No sé si es así de chula, o es algo que hacen todos los gatos, pero me da la impresión de que me está vacilando. Después de lanzarme una de ésas miradas gatunas indiferentes, distantes, de Princesa del Hielo, suelta un suave maullido de algodón, y viene a buscar caricias. Levanto la manta, y ella se mete allí debajo, donde ya está calentito porque yo ya llevo un ratito, busca su posturita preferida, siempre con la cabeza hacia afuera, me mira, y empieza a ronronear muy bajito y con los ojitos cerrados.

La miro, y antes de cerrar los ojos y zambullirme en el sueño de media tarde, pienso qué delicioso es hacer la siesta con mi gata.

Llueve en Palma

Llueve en Palma, y la tormenta ya se ha calmado en mi corazón. Aquella tormenta que trajo consigo oleadas que cubrieron partes de las ciudades abandonadas de mi Liliput interno, que después he tenido que reconstruir. Pero tras todo el trabajo de reconstrucción, poner cada piedra de cada edificio en su lugar, cada persiana en sus goznes, y cubrir con cemento los huecos de las carreteras, la ciudad estaba limpia y mojada, mostrándose como antaño. O incluso quizá mostrándose desde el principio, lista para ser poblada de nuevo.

Una vez tuve un sueño...

Y se cumplió.

Desde pequeña siempre me fascinó la arquitectura, y casi sin saberlo acabé estudiando Historia del Arte, ya que soy de letras y no de ciencias. Si las matemáticas y la física y química se me hubieran dado bien, es probable que ahora fuera arquitecta. Y aunque la gente me diga que nunca es tarde para empezar, al final descubrí mi pasión: el diseño de interiores. Durante mis tres años poco fructíferos en la universidad soñaba despierta con estudiar para ser interiorista, pero no me permití a mí misma cumplir mi sueño, ya que pensaba que era otro muy distinto. Hoy mi sueño se ha cumplido, mi sueño real. Por fin soy titulada, aunque el momento del mercado no sea el mejor debido a la crisis, pero no me importa, porque mi título seguirá estando ahí ahora y cuando acabe la crisis.




Ahora mis ensoñaciones son distintas. Sueño con muebles de diseño, con un trabajo que me apasione y en el que pueda volcar toda mi creatividad, en diseños de revista creados por mí...