La oscuridad es mejor para ocultar pecados

Anoche estuve en un lugar donde las luces jugaban contigo en la pista de baile; donde los espejos no están para mirarse a la cara, sinó para mirarse el alma; donde las jaulas están vacías para ser ocupadas por quien quiera estar encerrado. Un lugar con fantasmas de mentira colgados del cielo, navegando entre barquitos hechos de mimbre con velas que no quemaban con fuego, en mares de ramas de árbol centenario. Sofás en cada rincón, invitándote a tumbarte, echarte un sueñecito al lado de un bafle retumbante. Yo bailaba con los ojos cerrados, me balanceaba con la música, con la luz, y los fantasmas, y no importaba nada más en el mundo entero. Absolutamente nada más. Tan sólo mi cuerpo y yo. Mi cuerpo se entregaba a los deseos del ritmo, y mi mente hacía tiempo que ya se había perdido en un lugar muy lejano.

Una mano, suave, de tacto agradable, de movimientos delicados, roza mi brazo como por casualidad mientras yo bailo con los ojos cerrados. Me trastoca. Abro los ojos, y otro par de ojos relucientes tratan de disimular el interés y la curiosidad. Yo también sé jugar a pretender algo que en realidad es todo lo contrario. Finjo desinterés, bajo los párpados una, dos, y hasta tres veces, y aparto la mirada. Sigo bailando, sigo fingiendo. De nuevo un roce. De nuevo los ojos de gato curioso. Y de nuevo mi mirada fría. Me llevo la mano a la nuca, me coloco el pelo en un gesto intencionadamente casual, ladeo la sonrisa y me dejo observar. Mi cuerpo no deja de moverse, y otro cuerpo comienza a contagiarse del mismo ritmo. Caderas que se acercan, movimientos cada vez más peligrosamente acompasados. Manos que se entrelazan, se separan y vuelven a buscarse impacientes. Dedos recorriendo mi espina dorsal, erizándome el vello sin que yo lo quiera. Las manos colocadas en mi cintura como pareja de baile, moviéndose conmigo al ritmo incesante, sin apretar y a la vez atrapándome sin remedio. No quiero dejarme llevar, y sin embargo, ya lo estoy haciendo. Su aliento en mi nuca. El calor de la noche. Las luces que danzan alrededor de mis pupilas. Las manos que me desean, cada vez menos inocentes, cada vez más obvias en su siguiente movimiento. A lo largo de mi espalda, acariciándome los dedos de mis manos sin dejarse atrapar, para  seguir su camino por debajo de mi ropa. Nada ofensivamente obsceno. Sugerente. Sugerente de una manera casi cruel. Sugerente de esa manera en que sientes rechazo por lo que anticipas, y al no llegar, de pronto lo deseas de una manera casi infantil, muy animal. Y su aliento en mi nuca, cada vez más cerca, esos labios juguetones que juraría están rozando mi piel y en realidad no. Ese beso al que me resistía antes de que sucediera, para acabar deseándolo de una forma enfermiza. Y el ritmo. Y el movimiento, junto con la música, y la luz de los fantasmas, y los espejos que parecen guiñarme un ojo picarón. Y sin quererlo, sigo a esas manos juguetonas que me llevan a otro lugar, al lugar donde los sueños se hacen realidad, al país de las maravillas.

Después de casi hacer el amor en la pista de baile, nos hicimos el amor caliente, deprisa y a bocados en la parte trasera del local, entre un sofá roído por las ratas, y un contenedor de la basura.

Errores repetitivos 2.0

Sentada en el sillón de delante del balcón, acariciaba el gato de su regazo de una manera casi automática, sin sentido y en cierto modo sin ganas, hasta que el gato se cansó, le dirigió una mirada recriminatoria, y saltó al suelo. Ella miraba sin mirar como el animalito se tumbaba hecho un ovillo en el único resquicio de sol que entraba por la ventana e iluminaba un par de baldosas. Y mientras pensaba en cosas. En muchas otras cosas. En todas las otras cosas, para ser más exactos.

En ellas, en ellos. Sobretodo en ellos. Pero también, y de una manera inquietantemente especial, sobretodo en ellas. Porque lo del pelo rojo no era el único atrayente, y no terminaba de explicárselo.

Y había prometido darse una tregua a sí misma, apartarse de todo y del mundo, separar su corazón de su cabeza y buscarle una razón lógica. Y sobretodo aclarar el ovillo enmarañado de sentimientos que le acompañaba hasta cuando creía estar en la soledad del baño. Se había roto la promesa a sí misma. "Las promesas hechas a uno mismo son más fáciles de excusar" se consoló.

Y Pablo había pagado el plato que había roto ella misma. Su propio error, cometido hasta la saciedad, ese error que todos sabemos que no nos lleva a ninguna parte y sin embargo volvemos a caer, una y otra y otra ve más. Y de nuevo, volvió a prometerse a sí misma lo mismo que la última vez: no acostarse con nadie hasta entender lo de las malditas pelirrojas. Malditas.

Siguió maldiciendo desde la sala hasta la habitación, se tumbó en la cama, y a la vez que se metía entre las sábanas se iba quitando la ropa, hundiendo sus manos en las cuevas oscuras de su cuerpo mientras pensaba en sus malditas pelirrojas. Y en sus malditas curvas. Y en aquel primer beso. Maldito primer beso, tan dulce, tan de repente.

Aquel primer beso con otra mujer fue el desencadenante de todo. Cuando un beso a una amiga en una discoteca, para pretender ser lesbianas y quitarse al pesado de turno, te gusta demasiado... tienes motivos para preguntarte el porqué.

Errores repetitivos

Descalza y de puntillas, iba recogiendo los pedazos de la noche anterior, que habían quedado esparcidos por el suelo de la habitación, y parte de la sala. No quería hacer nada de ruido, así podría marcharse por la puerta tal y como había llegado. Al salir, fue tan "visto y no visto" que ni las motas de polvo de alrededor de la puerta se inmutaron lo más mínimo. Al fondo, en la habitación de los pecados, un torso se daba la vuelta y estiraba un brazo hacia la nada. Allí donde momentos antes había habido un cuerpo cálido, ahora las sábanas apenas conservaban un leve olor a otra persona y las arrugas de lo pasado sobre ellas.

Al llegar al rellano se puso las zapatillas sin calcetines, ya que con las prisas se los había metido en el bolso junto con la rebeca, todo hecho una pelota. Quería olvidarse de lo de anoche, era un error, un error que no era la primera vez que cometía, y maldita sea ya no era una niñata! Se recogió la larga cabellera en un moño, y se ató la bufanda al cuello. Desapareció por la esquina de la calle como si nunca hubiera estado ahí.

Y desde el quinto piso pudo verse un borrón de pelo rojo y lana de colores fugándose con todos los sueños construidos durante la noche previa. Y con un corazón que no le pertenecía.