La felicidad de las cosas sencillas

Un punto, dos puntos, tres puntos, un punto alto y un punto alto doble; dejo el dedo descansar donde empieza/termina mi crochet y te miro. Te miro mientras tú me miras pero no me ves, más concentrado en la pantalla donde te enseñan 22 tíos tras un balón. Y de repente sí me ves, me miras, me observas, y me lanzas un beso. Y yo te mando otro beso bien sonoro, que retumbe en los tímpanos mucho después de lanzado.

Y sigo con mis puntos. O mis pinceladas. Depende del hobbie de  la noche.

Y siento que no hay nada que me haga más feliz que la simplicidad de nuestra rutina.

Llorar por dentro para no llorar por fuera

Hace mucho que no lloro. Hace quizá tanto que no recuerdo cuándo fue la última vez. Quizá haya algún motivo. Quizá me he vuelto más dura. Quizá no me haga falta, pero me apetece. Quizá es que mi vida es tan jodidamente perfecta que me he quedado sin motivos.


Pero me da igual, porque yo quiero llorar, sabes? Me da igual no tener motivos, me da igual que alguien pueda pensar que no tengo derecho, me da igual todo ya. Me siento como una niña pequeña, quiero patear las cosas, gritar y llorar y berrear sin motivo hasta que eche todas las lágrimas que tengo agarrotadas en medio del pecho, hasta que el cansancio y la sequedad de mi interior me empujen al sueño...

No estaré tranquila hasta haber vomitado esa agonía que tengo atascada, y entonces sí, entonces podré hundirme en mis almohadas, mi pecho subiendo y bajando rápidamente, agitadamente, del dolor expulsado, mis ojos rojitos, hinchados, escozor en los párpados y en muchas otras partes que me pican de todas las cosas malas que me estoy callando, y se me están pudriendo dentro.

Porque yo lo único que quiero es que me quieras. Que me quieras como me querías antes.

Quizá he mentido antes. Quizá no me da todo tan igual como a mí me gustaría que me diera.