Ciudades con encanto

Regreso a mi rutina de muchas maneras distintas, contrarias y complementarias. Contenta, porque he vuelto con más de lo que me fui. Un tanto apenada, porque dejo atrás una hermosa ciudad de cautivadora historia artística. Aliviada, y dando gracias por alejarme de un lugar donde he sido tratada como una molesta mosca que revolotea alrededor de los oídos de alguien por los lugareños. Y sintiéndome un poquito más mayor.

Florencia y Pisa. Pisa y Florencia. Me quedaría con Pisa si tuviera que elegir una de las dos, pero ésto sólo pasaría si alguien me apuntara con un arma y mi vida corriera peligro de no decidirme. Lo que he visto de Italia (y de los italianos), me hace apreciar aún más lo que tengo aquí, en mi pequeña isla a la que puedo llamar hogar.
En la diversidad está el gusto, dicen. He visto ciudades con muchísimo encanto, y con una historia escondida en cada piedra de cada muro de cada edificio de cada calle; pero no he encontrado aquello que te hace llamar a un lugar hogar.
Ciclistas, motoristas y conductores varios parecen luchar por sobrevivir o por llegar a una meta donde me pregunto qué recibirán por haberlo hecho más rápido. En cada bar, restaurante, tienda, museo... parecen reírse de uno mientras te cobran el triple de lo que considerarías un precio más que razonable. No es una ciudad hecha para caminar, desde luego no pensada para ése fin, pues de otro modo las calles estarían habilitadas para ello. Pero a la vez, tampoco es aconsejable aventurarse en el tráfico de dementes que pelean por entrar primero en un cruce o por saltarse un semáforo o por pasar por un paso de peatones antes incluso que el peatón... Y si hablamos del transporte público? Mejor no, puesto que lo desconozco. Es como intentar descifrar un jeroglífico de una tumba egipcia. Igual de complicado es entenderse con alguien en una oficina de información, aunque lo intentes en un idioma que conocen, puesto que tienen el mismo interés en atenderte que yo en conocer el resultado del Osasuna-Villareal.
Volvería? Sí, algún día muy lejano en que ya me haya olvidado de lo poco hospitalario y amable que es el italiano de a pie, y añore sentirme emocionada de nuevo al ver la torre de Pisa iluminada en medio de la noche, con la maleta todavía en la mano; o el vértigo de subir hasta la cúpula del Duomo de Florencia; o el cosquilleo de reconocer un cuadro en la Galería degli Uffizzi; o esa sensación de pequeñez al compararme con el David de Miguel Ángel...

Aún así, me sentí parte de algo especial ayer por la tarde, cuando descansaba del viaje viendo Hannibal, y reconocía algunas zonas de la ciudad por donde yo paseaba hace sólo un par de días.

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